sábado, 30 de mayo de 2009

De cuando alejé al colibrí de mi jardín

Poco sé de plantas. Menos de cosechas y podas. Pero de putrefacción y estética creo saber.

Últimamente había recibido con alegría la visita de un colibrí a nuestro jardín. Bienvenida era su compañía en mis puchos matinales. Pero hoy, sin conciencia alguna, hube de alejarlo de mi jardín.

Mis intenciones eran buenas (como suelen ser las intenciones). Luego de ver todos los días el parrón cargado de uva nunca cosechada, y aprovechando un golpe energético que no sé de dónde vino, decidí darle una sorpresa a mi abuela y deshacerme de toda esa fruta que nadie cosechó a tiempo, y que le daba un toque de dejación y decadencia al pobre jardín. Fue así que bolsa plástica en mano comencé a podar. Conteniendo el asco inherente al hecho de recibir descargas de jugo pútrido, ya a estas alturas con olor a vino rasca, y de hongos que insistentes cumplían con su a menudo incomprendida función en el ciclo de la naturaleza, fui cortando y recolectando la fruta (que creí ya inservible) en ascépticas bolsas plásticas. No temí a las abejas ni a cuanta mierda pisé con mis ahora malogradas pantuflas, ni tampoco a la suciedad en mi pijama, tenida típica de sábado en la mañana. Total... se lava.

Y así, con alegría por estar haciendo un bien a esta reducida pero no por eso menos importante comunidad compuesta por mi abuela y yo, me deshice de toda la uva. Satisfecha, me tomé unos segundos para contemplar mi obra.

Y fue entonces que lo vi. Mi querido colibrí, el mismo (uno siempre cree que es el mismo) que tantas mañanas me acompañó, parado en una rama vacía del parrón, me miró desconcertado. Miró en todas direcciones. Voló con su particular estilo de rama en rama. Y de fruta, nada. Nada. Parecía pedirme explicaciones por la ausencia de su alimento. Pues claro, no era a mí a quien visitaba, era a la seguramente última uva que quedaba en kilómetros a la redonda. Era por eso que había sido yo privilegiada al recibir sus visitas. No era yo, no, era la uva. La que ya no hay. Y fue así y entonces que voló para no volver.

No me importa decir que me embargó la más profunda tristeza. Sí, la más profunda, no cualquier tristeza, sino esa que llaman la más profunda. Al intervenir la naturaleza, y sin querer, expulsé a mi amigo secreto de mi vida.
Quise llorar. Miré con desprecio la increíble cantidad de bolsas plásticas a mis pies y me di cuenta de lo que había hecho. Un acto vergonzoso, repugnante... y tan humano. Me pregunté entonces si valió la pena si la triste consecuencia fue la muerte de la magia. Me pregunté si, de tener el poder, volvería a colgar la uva. Me pregunté qué debía aprender de este episodio y, de haber alguna, cuál es la moraleja. Porque algo me dice que algo de metáfora hubo en esto. Seguiré pensando hasta descubrirla.

2 comentarios:

Juanlazas dijo...

Muy bonito...y muy duro

Habría que ver que diría un ecologista de lo que le hiciste al colibrí. De todas maneras, él tiene la ventaja de poder volar para buscarse el alimento.
En estos casos, lo que suele hacer la gente después de esto es ir a la pajarería de la esquina, comprarse el primer pájaro que vean en oferta, y lo más importante, enjaularlo bien para que no se escape, sea bonito o no.

Issue dijo...

Hay otra gente que, luego de haber disfrutado de la compañía de un colibrí, no se conforma con cualquier pájaro de la pajarería de la esquina. Es mejor esperar hasta la próxima primavera.