No fue un error acercarme. "No te arrepientas de lo que haces, sino de lo que no haces".
"Nunca confíes en un ermitaño", me dijiste, como si con eso te disculparas de todo, te liberaras de toda culpa. Y te miré tratando de recordar tu rostro, tus manos, tu ropa. El llanto fue inevitable (tendría que haber sido de fierro para no llorar), aunque tuve que esperar hasta legar a casa.
Un día pensé que eras demasiado para mí, que eras todo lo que alguna vez deseé en un hombre, todo lo que podría parecerme atractivo. Pero aquel día, al mirarte, me pareciste tan insignificante, tan disminuído, tan poco hombre.
Me prometí entonces que nunca más, no volveré a llenar mis espacios con imágenes y olores viejos y dolorosos. Nadie volverá a matarme estos espacios, mis amigos, mi música, mis recuerdos. No quiero que ningún fantasma me vuelva a rondar.
El duelo no había terminado, pero me cansé. Ya ningún "hueso duro de roer" obtendrá nada más de mí. Y los llamo así, y no "hombres malvados", porque a pesar de todo sigo sin creer en la maldad de estos personajes.
Simplemente no pudieron con tanta sensibilidad y entrega.